25 de mayo, memorias pasadas y presentes
*Por Nancy Calvo
El 25 de Mayo es la fiesta más importante del calendario patrio, a juzgar por el lugar que ocupó en las celebraciones públicas. Los festejos del Centenario y los más cercanos del Bicentenario son en sí mismos una demostración del valor fundacional que tiene esta efeméride en la historia nacional.
La crónica, tantas veces recreada en los actos escolares, cuenta que ese día el Cabildo de Buenos Aires, convertido en el centro de las deliberaciones políticas y de la movilización de las milicias, logró desplazar al Virrey Cisneros e instalar una Junta Provisoria de gobierno, integrada por miembros de la comunidad local. Fue la respuesta al colapso de la monarquía, precipitado por la ocupación napoleónica. En definitiva, fue la instalación de un nuevo gobierno en la capital del Virreinato del Río de la Plata, en sintonía con lo que estaba ocurriendo en otras ciudades americanas y antes en España. Fue también el inicio de la Revolución de Mayo, que abrió el camino hacia la Independencia, aunque eso no estaba tan claro para los contemporáneos.
Los elementos de continuidad y de ruptura que son parte de todo desarrollo histórico han orientado las preguntas y las respuestas de los especialistas, los debates historiográficos han privilegiado a unos u otros, atendiendo a distintas dimensiones de un proceso que resulta difícil de abarcar en pocas líneas pero que tiene un inocultable contenido simbólico. Nos interesa recuperar este último aspecto. El significado social de un acontecimiento histórico se construye también históricamente. En sucesivas síntesis que llevan las marcas más o menos visibles de distintos presentes se fue delineando una memoria colectiva donde predominan habitualmente unos sentidos sobre otros posibles.
El 25 de Mayo se festejó desde su primer aniversario. La necesidad de construir una identidad común se inició con una ruptura, que no fue ni argentina ni independiente desde el principio pero cuya trascendencia no pasó desapercibida para los protagonistas. La primera celebración de lo que se llamó por entonces el día de “nuestra regeneración política” encontró su modelo original en las fiestas patronales de la época colonial. En la ceremonia oficial, las autoridades participaron del Te Deum en la Catedral y pasaron revista a las tropas (dos componentes que tendrán notable persistencia en las conmemoraciones futuras). La fiesta popular ocupó la plaza y las calles del centro de la ciudad con juegos, espectáculos circenses, fuegos artificiales y funciones de teatro por las noches, y se prolongó por varios días, como era habitual en las fiestas tradicionales. Lo nuevo se recreaba entre lo conocido. Las “fiestas mayas” se convirtieron en la primera conmemoración anual obligatoria.
A medida que aquella ruptura inicial adoptaba el lenguaje de la independencia y de la soberanía popular, los elementos simbólicos, que comenzaron a identificar a la nueva comunidad política, fueron ocupando el lugar central de la escena. La bandera celeste y blanca remplazó al real estandarte que representaba el poder de la monarquía, los rituales cívicos que mentaban a los “ciudadanos americanos” y a los “patriotas” ganaron espacio frente a los religiosos, aunque sin suprimirlos. En consonancia con el avance del siglo, la liturgia cívica se tiñó con los colores y las formas de los profundos enfrentamientos, de las identidades políticas en disputa. Tanto en Buenos Aires como en las ciudades del interior los gobiernos de distinto signo procuraron apropiarse de la celebración.
A fines del siglo XIX una nueva síntesis se impuso con notable eficacia. El relato histórico sobre el cual se construyó esta versión -más bien unívoca de la identidad nacional- seleccionaba cuidadosamente los héroes y los hechos de una tradición reinventada, cuyo origen era justamente la Revolución de Mayo, convertida ahora sí en el mito fundante de la Nación.
Si bien el relato no era enteramente nuevo, los dispositivos que el Estado Nacional utilizó para afianzar el “espíritu patriótico” y “los valores de la nacionalidad” sí lo fueron: entre ellos se destacaron la formalización de los rituales patrios a través de la escuela, el desfile de escolares en las fiestas públicas, la preservación de esa memoria dominante por medio de monumentos, museos, nombres de calles y una iconografía patria que colgaría de las paredes de los museos.
El trasfondo de estas acciones se relaciona con el malestar de las elites políticas e intelectuales ante la presencia creciente de los inmigrantes. Los festejos del Centenario participaron de ese mismo espíritu homogeinizador que celebraba el éxito de una Nación opulenta, segura de su futuro promisorio y abierta al mundo. Un mundo significativamente representado en la ocasión por la presencia de la Infanta Isabel de Borbón, hermana del Rey de España. El relato de la Revolución de Mayo, punto de partida de la nacionalidad, se deshizo de las divisiones y las tensiones internas que enfrentaron a los patriotas de la primera hora. La unidad construida en el pasado se proyectó sobre un presente en el cual el intenso conflicto social era interpretado como el producto de fuerzas exógenas, ajenas a lo nacional.
Cien años después, los festejos del Bicentenario fueron la expresión de un tiempo muy distinto. En una sociedad menos confiada en su destino de grandeza y atravesada por divisiones que ya no podían ser atribuidas a factores “extraños”, la masiva respuesta popular no dejó de sorprender. El nuevo ciclo festivo ocupó las calles con música, baile y espectáculos callejeros; las formas tradicionales de la fiesta popular, sintetizadas en la consigna de “democratizar la alegría”, se combinaron en el espacio público con las modernas formas de la comunicación audiovisual. En la celebración central, los presidentes de las naciones latinoamericanas representaron, principalmente, la voluntad política de construir un pasado/presente común, a la vez diverso y plural. Si las diferencias con el Centenario son evidentes, también parece claro que la conmemoración del Bicentenario, en el literal sentido de recordar con otros, evocó una vez más a la Revolución de Mayo como potente mito fundacional.
Texto: Nancy Calvo, directora del Departamento de Ciencias Sociales e investigadora del Centro de Estudios de Historia, Cultura y Memoria (CEHCMe)
Producción: Programa de Comunicación Pública de la Ciencia “La ciencia por otros medios”