Las peculiaridades de una inteligencia nada artificial
Cámaras, satélites y drones se ponen en juego en una investigación que se propone detectar las malezas resistentes a herbicidas en el ámbito rural.
Durante las últimas décadas, la inteligencia artificial se consolidó como un campo de conocimiento capaz de ser aplicado en una cantidad innumerable de áreas. Unas de las más sensibles para la economía argentina: la producción agropecuaria. Desde la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ), Damián Oliva, docente e investigador en la carrera de Ingeniería de Automatización y Control Industrial (IACI), se propuso el desafío concreto de ubicar geográficamente las malezas resistentes a herbicidas. Por este motivo, acompaña la tesis de doctorado de Ulises Bussi y juntos sostienen una premisa sencilla: brindar nuevas herramientas para que los pequeños y medianos productores rurales puedan mejorar sus márgenes de productividad.
“Veíamos que la robótica prevé el uso de instrumentos y modelos que están muy presentes en la ciudad, pero no tanto en el campo, en los ambientes rurales. En este sentido, nos inspiramos en las estrategias que emplean los animales para el desarrollo de tecnologías visuales”, dice Oliva. La primera iniciativa que tuvieron, entonces, fue crear una máquina que, colocada en la parte superior de un tractor, realiza un visionado y toma fotografías en aquellos sitios específicos en los que detecta hierbas o yuyos. Desde esta perspectiva, expresa: “En nuestros campos, cuando se aplican fertilizantes y agroquímicos, se hace sin ningún control, de manera desproporcionada. El objetivo es aplicar productos de manera medida y localmente”. De esta manera, el procedimiento gana en efectividad, se desperdicia menos producto y, al mismo tiempo, se cuida al ambiente.
Luego, Oliva y Bussi pensaron en la posibilidad de sumar información valiosa a partir de imágenes satelitales. “La ventaja, en este caso, es que habilita a una visión global y se combina con la toma de muestras puntuales en algunas áreas del campo, a través de una app móvil que también desarrollamos”, comenta. Y, como si fuera poco, el tercer eje complementario se relaciona con profundizar el trabajo de monitoreo y procesamiento de imágenes a partir de drones. Si bien los que utilizan no tienen demasiada autonomía (una hora aproximadamente), tienen la virtud de que funcionan muy bien en campos experimentales, es decir, campos en los que, precisamente, se realizan experimentos.
El que plantean supone un abordaje que integra diferentes tecnologías que giran en torno a la capacidad que tienen las máquinas de tomar imágenes. Sin embargo, para Oliva, lejos de representar una novedad, el estudio de los fenómenos de procesamiento visual absorbe sus esfuerzos desde hace mucho tiempo. “Desde hace años me interesa el procesamiento visual: primero lo investigué a nivel básico en neuronas de animales simples y luego aplicado a detección de objetos que colisionan. Muchas veces lo que se le ocurre a un ingeniero luego puede verse en un animal; o al revés, cuando algo se observa en un animal, luego puede ser empleado para resolver un problema de ingeniería”, expresa.
En 2014, tuvo la posibilidad de incursionar en ciertas asignaturas que en IACI no se habían ofertado previamente: inteligencia artificial, robótica y visión artificial. A partir de ese momento, realizó aportes de investigación en relación a las denominadas “cámaras fisheye”. En la actualidad, acompaña la investigación de doctorado de Sebastián Arroyo, vinculada al desarrollo de sistemas para medir la velocidad y georeferenciar vehículos en grandes ciudades.
Pura curiosidad
“Algunas veces me pregunto cómo es que puedo cambiar tanto los temas que me interesan. Cuando era chico, me gustaba salir al jardín y ver las plantitas, pero al mismo tiempo estar en una fábrica. Eso me volvía loco. De grande pude entender que se trata de dos escenarios claramente definidos: lo biológico y lo productivo”, admite.
Sus intereses son múltiples y, de acuerdo a ellos, fue construyendo una carrera que tiene condimentos de diversas disciplinas y perfiles. Como formación de pregrado se recibió de técnico mecánico y trabajó en fábricas durante un tiempo. Sin embargo, luego se graduó como físico (UBA-Instituto Balseiro) porque le atrajo la posibilidad de una carrera flexible y la chance de adaptarse a un amplio abanico de temas. Aunque en un primer momento de su carrera académica creía que se dedicaría a los satélites, pronto volcó su formación hacia la inteligencia artificial. Así fue como utilizó modelos de sistemas de procesamiento de imágenes médicas e indagó en profundidad las resonancias magnéticas.
No obstante, como estudiar las neuronas (redes) computacionales era demasiado ajeno, decidió investigar cómo funcionaban las neuronas biológicas, así que realizó un Doctorado en Neurociencias en la UBA. Desde aquí, durante años, aprendió (a partir de modelos simples de insectos y crustáceos) cómo las células del cerebro realizaban los cómputos ante acciones concretas.
En 2006, se abrió una oferta de docencia en el área de Física de la UNQ y Oliva concursó y accedió al cargo. La Universidad le proveyó el campo de aplicación que estaba buscando, el contacto con el territorio y, sobre todo, le dio libertad. Fue libre para evitar definirse como científico básico que únicamente publica papers, y también para encasillarse como uno aplicado que se olvida de los libros y el gusto por lo teórico. Al tiempo pasó a la carrera de Ingeniería en Automatización y Control Industrial (IACI), que le tocó dirigir entre 2016 y 2020. De hecho, la ingeniería le gustó tanto que sus investigaciones del presente se concentran en dicha área. Las fronteras disciplinares siguen ahí, pero Oliva parece tener pasaporte para franquearlas todas.