9 de julio de 1816: de la monarquía a la soberanía popular

*Por Alina Silveira, docente de Historia Argentina de la UNQ.

El 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán declaró la independencia de las Provincias Unidas de Sud América de la dominación española. Una independencia que, por un lado, debió ser defendida en el terreno de las armas; mientras que, por el otro, el Congreso discutía la forma de gobierno que habría de adoptarse.

Junto con el 25 de mayo de 1810, constituyen las dos fechas desde las que se construyó el mito fundante de la Nación Argentina. Sin embargo, en 1816 ni la nación y ni el país eran una realidad. Los límites territoriales estaban muy lejos de definirse; la forma de gobierno que adoptaría el nuevo estado sería objeto de arduas disputas y enfrentamientos militares en las siguientes décadas; y la gente que la habitaba era muy heterogénea.

Antes de 1810, la población era gobernada por un monarca que residía a miles de kilómetros de distancia y cuya concepción del poder estaba fundada en el derecho divino de los reyes. En el trascurso del proceso revolucionario se pasó a una nueva concepción del poder, fundada en la soberanía popular. Como afirma el historiador Edmund Morgan, todo gobierno descansa en el consentimiento de la población. Durante siglos el pueblo había aceptado la dominación monárquica según la cual el Rey -única autoridad soberana- había sido envestido de facultades divinas que lo habilitaban a ejercer una soberanía sin límites. La Revolución de Mayo de 1810 y la Declaración de la Independencia de 1816 destruyeron dicha legitimidad para imponer una nueva: la soberanía popular. Los líderes revolucionarios, como afirma Morgan, debieron crear ficciones políticas que permitieran a ese pueblo identificarse como soberano y brindar su consentimiento a las acciones llevadas adelante por un puñado de criollos que se definieron como portavoces de la soberanía popular. De este modo, se abrió un nuevo diálogo entre gobernantes y gobernados, en los cuales paulatinamente los gobernados comenzaron a obtener voz y ser objeto de su interpelación. A través de la participación de las milicias, celebraciones públicas, manifestaciones en las calles y posteriormente elecciones (para 1821, mucho antes que la mayoría de los países europeos, se había sancionado el sufragio universal masculino) la población comenzó a participar del juego político, un juego que lo tenía ahora de protagonista e interlocutor privilegiado.

No obstante, la República y la Nación Argentina aun debían construirse. No fue hasta 1853 que logró sancionarse una Constitución Nacional aprobada por 13 de las 14 provincias que componían el territorio en este momento (Buenos Aires la rechazaría). La sanción de una Constitución implicó un esfuerzo de abstracción enorme, mediante el cual las provincias lograron plasmar por escrito la República que querían ser. Pasarían muchos años más hasta que dicho país pudo materializarse a través del desarrollo de un conjunto de instituciones, la definición de sus fronteras territoriales y la penetración del estado federal en las largamente soberanas -y ahora autónomas- provincias. Ello implicaría sofocar levantamientos, construir un ejército Nacional que asegurara, en términos weberianos, tanto el monopolio de la fuerza pública como la construcción de consenso y consentimiento, por parte de la población y de los líderes provinciales. También la Nación debía ser construida, una nación que, según los idearios de la época, debía estar constituida por inmigrantes laboriosos europeos.

Texto: Alina Silveira, magíster y doctora en Historia (Universidad de San Andrés), docente de Historia Argentina de la UNQ.

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