Las ciencias también hacen trampa
*Por María Eugenia Fazio, docente investigadora de la UNQ.
La mentira tiene patas cortas dice el refrán. Y también está en la ciencia agrega Pablo Pellegrini, docente investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ), en La verdad fragmentada (Editorial Argonauta). Un ensayo en el que recorre el “lado de b” de la historia de la ciencia a partir de un collage, rico y preciso, de fraudes tragicómicos y controversias de la más variada índole.
Pero, atención, no es una obra detractora del conocimiento científico, al contrario, es una guía para detectar impostores y, principalmente, para desconfiar de nuestras creencias sobre cualquier tema.
Hubo alguien que vendió varias veces la Torre Eiffel. También quien escribió un best-seller sobre vivencias budistas que nunca experimentó. Un señor que recibió contratos millonarios para jugar al fútbol sin tocar jamás una pelota. También hubo casos geniales de impostores en la industria del vino, las artes plásticas, la literatura y la historia. Y sí, también hay muchos, muchísimos episodios que aplicaron mecanismos similares pero en la ciencia, el “último refugio” de la verdad, como la define el autor de esta oda al escepticismo.
La verdad fragmentada narra historias (hermosas y curiosas) de varios tipos de destrozos de los preconceptos que compartimos sobre la verdad científica: la mentira deliberada, la arbitrariedad sobre el monopolio, los resultados incomprobables, los contrapuestos y los mezclados con perspectivas, saberes y experiencias diversas.
El primer espécimen de fractura, la estafa descarada, acumula episodios insólitos de la arqueología, la física, la medicina y las ciencias sociales. Durante 40 años, un par de ingleses usufructuaron el hallazgo de un fósil del “eslabón perdido” que, en realidad, era una manualidad armada con “un cráneo humano, una mandíbula de orangután y unos dientes de chimpancé”. Un joven físico alemán, casi premio Nobel, aseguró haber hallado un compuesto orgánico que reemplazaría al sílice y revolucionaría la computación, aunque se refería a resultados fabricados. Corea del Sur tuvo un héroe nacional fugaz que falseó la obtención de células madre a partir de embriones clonados (e incluso un camionero paisano que se incineró para defenderlo, literal).
El segundo tipo de fractura emerge de la lucha en el barro por la propiedad de la verdad. No existe tal cosa como hombres descomunales que llegan solos a grandes revelaciones, argumenta Pellegrini. El proceso en la ciencia es más terrenal, repartido y condicionado por climas de época. Los ejemplos de descubrimientos simultáneos, y las controversias sobre su propiedad, son copiosos. Se remontan al inicio de la ciencia moderna y afectaron casos enormes, antiguos y recientes: las manchas en el Sol; el cálculo infinitesimal; las ideas sobre la evolución de las especies; la cinta de Moebius; el oxígeno; el aluminio; la tabla periódica; el teléfono y el modelo que predijo el Bosón de Higgs integran, entre muchos otros, la lista de “hallazgos hacinados” que descomponen las idealizaciones sobre el protagonismo y la posesión en las verdades científicas.
Los prejuicios sobre las certezas en la ciencia también se resquebrajan cuando los experimentos dan resultados sorprendentes que se dejan ver solo una vez o se dan de bruces con otros resultados u opiniones públicas. Sobre estos, la hoja de vida de la ciencia también acumula experiencia, y encima plagada de títulos taquilleros: que el agua tiene memoria; que un baño de ácido es capaz de convertir células de sangre en células madre; que una bacteria construye su ADN con arsénico en lugar de fósforo, reescribe la biología y las posibilidades de vida extraterrestre; que la fusión fría sería posible con un simple experimento, son apenas algunos epígrafes de la colección que hiere de muerte,con resultados visibles por única vez o antagónicos, opiniones comunes sobre la verdad en la ciencia.
En el viaje por estas historias traumáticas Pellegrini pregunta a los lectores: ¿cómo se relacionan los fraudes científicos, las forcejeos por la propiedad privada de los descubrimientos, los actos desesperados por defender resultados irrepetibles o conflictivos con las prácticas de validación de la ciencia? La sociología le ofrece una mano para buscar respuestas.
La fractura de la verdad científica, desarrolla el autor, es la otra cara del mismo sistema que le da calidad. La rutina de la competencia catapulta la mentira y la pelea descarnada por el monopolio de la verdad y el poder que da el reconocimiento, dependiente del pulgar arriba o abajo de los pares. El proceso de concentración capitalista también afecta a las vitrinas o publicaciones científicas, que es donde todo este juego de recompensas sucede.
Pero hay algo más, dice el autor mirándonos fijo a los ojos, “nuestra facilidad para creer, para atribuir certeza a algo que no presenta muchas pruebas”. Deseamos respuestas y eso predispone nuestras creencias. Cuando las expectativas se combinan con el talento del impostor, la desgracia de la verdad es un hecho.
De todas formas, nos calma Pellegrini, mostrar estos poros, el “lado b”, la parte humana de la empresa científica, no tiene que ver con “pretender que todo es puro cuento, con asumir que todos son impostores”. Reconocerlo nos empuja, en cambio, a pedirle a la ciencia más de lo que le es propio y que además es su tesoro: dudar, preguntar, poner a prueba y seguir fatigándose por la aspiración a la verdad.
Atiendan lectores, cierra el autor, estas historias nos obligan a preguntarnos sin cesar en qué creemos y por qué. Incluso respecto a la ciencia.