Día Mundial de la Alimentación: cómo pensar el hambre global

*Por Juan Alejandro Segura, docente de la UNQ.

“Regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás toda su vida”. — Proverbio Chino

Hoy, 16 de octubre, se celebra el Día Mundial de la Alimentación. Esta fecha se estableció en 1979 y su finalidad fue concientizar sobre el problema alimentario mundial, así como también fortalecer la solidaridad en la lucha contra el hambre, la desnutrición y la pobreza. Los objetivos de su establecimiento fueron:

  • estimular una mayor atención a la producción agrícola en todos los países y un mayor esfuerzo nacional, bilateral, multilateral y no gubernamental a ese fin;
  • estimular la cooperación económica y técnica entre países en desarrollo;
  • promover la participación de las poblaciones rurales (especialmente de las mujeres y de los grupos menos privilegiados) en las decisiones y actividades que afectan a sus condiciones de vida;
  • aumentar la conciencia pública de la naturaleza del problema del hambre en el mundo;
  • promover la transferencia de tecnologías a los países en desarrollo;
  • fomentar aun más el sentido de solidaridad nacional e internacional en la lucha contra el hambre, la malnutrición y la pobreza, y resaltar los éxitos conseguidos en materia de desarrollo alimentario y agrícola.

Han pasado 40 años desde aquel momento y, si bien tal vez seamos más conscientes del hambre y la desnutrición mundial -y local -, tengo mis dudas sobre si hemos mejorado en la resolución del problema.

Es que este recordatorio se enmarca en el concepto de “Seguridad Alimentaria”, que es mucho más complejo que un tema sanitario y se refiere principalmente a la aptitud de la población para satisfacer sus necesidades alimentarias sostenidas en el tiempo, sin depender de condicionantes externos. Yuxtapuesto a esto se ubica otra idea: la de “Soberanía Alimentaria”, que implica el derecho de cada pueblo a definir sus propias políticas alimentarias, según sus criterios sociales y culturales.

La construcción y aplicación de ambos conceptos han generado agrias discusiones. Mientras el primero fue generado en el seno de la FAO -donde, en líneas generales, participan las representaciones gubernamentales de los países miembros-, la Soberanía Alimentaria tuvo como gestores ONGs y diversas organizaciones de la vida civil. “Los seis pilares de la soberanía alimentaria” (Nyéléni, Selingue, Malí; 2007) resumen su significado:

  1. poner el acento en alimentos para los pueblos;
  2. valorar a los proveedores de alimentos;
  3. localizar los sistemas alimentarios;
  4. situar el control a nivel local;
  5. promover el conocimiento y las habilidades;
  6. establecer una compatibilidad con la naturaleza.

Como vemos, ambos conceptos, sin ser contrapuestos, parten de bases diferentes y, sobre todo, propenden a recorrer caminos distintos para hallar soluciones a los problemas del hambre mundial. Sin embargo, los dos tienen un aspecto en común: las soluciones deben ser alcanzadas a través de alimentos que sean “culturalmente aceptables” por parte de la población a los cuales estén destinados.

En este sentido, los ejemplos típicos serían la imposibilidad de que una población hinduista consuma vacunos o de que los pueblos musulmanes se alimenten con cerdo. Es decir que, sin importar las bondades nutricionales de los alimentos, no pueden considerarse una opción si son contrarios a los gustos y creencias de la población objetivo.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando no existe un impedimento vinculado a las creencias, pero sí al gusto o la costumbre? Me refiero con esto a que, de un tiempo a esta parte, hemos visto cómo enunciados del tipo “Los insectos/lombrices son el futuro de la alimentación para personas de bajos recursos” se han normalizado (e incluso defendido con vehemencia por “la buena calidad nutricional de sus proteínas”).

Lo que se genera aquí es una nueva clase de alimentación: la “comida para pobres”, diferenciada substancialmente desde el origen y en sus fines de la comida destinada a una población “normal”. Estos “alimentos” están pensados para ser producidos en grandes cantidades y a muy bajo costo, para que puedan ser “entregados” a la gente que no tiene la posibilidad de acceder a una alimentación completa. En este sentido, es un tema que suele subestimarse, en particular por parte de los actores que están encargados de llevar soluciones al problema, incluyendo los científicos.

¿Cuál es el resultado de esto? La destrucción, en un solo paso, de los dos conceptos con los que venimos trabajando: Seguridad y Soberanía Alimentaria. En su lugar, colocamos otro diferente, donde la opinión y participación del actor principal -el comensal- no es tenida en cuenta.

Como personas, independientemente de nuestro rol, debemos tener claro que cualquier solución al problema del hambre mundial o local debe gestarse con la participación activa de la población destinataria y el respeto de sus creencias y gustos, aunque no sean universalmente compartidos.

Texto: Juan Alejandro Segura, profesor de Ingeniería en Alimentos de la UNQ.
Producción: Programa de Comunicación Pública de la Ciencia “La ciencia por otros medios”.

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