Una investigadora de la UNQ en Harvard
Gabriela Bortz obtuvo una beca Fulbright y cursará en esa mítica casa de estudios. En esta nota, detalla en qué consistirá su participación y cómo profundizará sus trabajos en bioeconomía.
Gabriela Bortz es investigadora del Conicet en el Instituto de Estudios sobre la Ciencia y la Tecnología de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Desde allí, se especializa en el estudio de políticas públicas en Ciencia, Tecnología e Innovación, vinculadas al desarrollo inclusivo y sustentable. Obtuvo la beca Fulbright, cofinanciada por el Programa (de EEUU) que lleva ese nombre y el Ministerio de Educación de la Nación. De Argentina, solo 10 personas fueron seleccionadas y Bortz fue una de ellas. Como resultado, durante los próximos tres meses, estará en la Universidad de Harvard, para realizar una estadía de formación e investigación.
“En Harvard, son referentes a nivel mundial en las temáticas que investigo. Estaré durante el semestre de otoño y la propuesta es muy atractiva porque invitan a los becarios a que se involucren de manera activa en la comunidad académica. Hay seminarios con invitados especiales, exposiciones de los profesores y muestras. Asistiré a clases en esta Universidad, lo cual es increíble”. La chance de formarse en una institución como esa resulta estimulante para Bortz que, desde hace años, se concentra en explorar los intersticios entre ciencia y sociedad. ¿Qué hace falta para que una idea gestada en un laboratorio se pueda aplicar a una problemática social? ¿Por qué aquellos productos que finalmente tienen impacto incorporan a los diferentes actores sociales al principio del proceso y no al final? ¿De qué manera funciona la coproducción de conocimientos? Sobre todo ello, reflexiona la investigadora de la UNQ, a partir del abordaje de casos concretos.
–¿Qué investiga puntualmente?
-Desde hace tiempo, participo de un Programa de investigación en la UNQ. En particular, trabajo en políticas de Ciencia, Tecnología e Innovación, y en la producción de conocimientos en el campo de la biotecnología, orientados a resolver problemáticas sociales, ambientales y de desarrollo inclusivo y sustentable. En el marco de mis investigaciones en los últimos 8 años, el concepto de bioeconomía fue permeando mis casos de estudio, mi base empírica.
–Leo en algunos portales la siguiente definición: “La bioeconomía es una estrategia de desarrollo que consiste en la producción sustentable de bienes y servicios, a partir del uso o transformación de recursos biológicos”. ¿Es correcto? ¿Qué casos de estudio aborda usted?
-Sí, es correcto. Te doy algunos ejemplos para entender. Durante la maestría, trabajé con el Yogurito escolar, un producto originalmente orientado a una distribución en escuelas públicas primarias a niños y niñas de Tucumán. Constituye un ejemplo de utilización de recursos biológicos (cepas de bacterias), que permiten producir un bien (un yogurt probiótico) que logró ser escalado (a partir de la política pública) y generó dinámicas muy interesantes de desarrollo local (a partir de la valorización de la cuenca productiva láctea de Tucumán). Por un lado, es el resultado de la articulación del sector científico y el productivo con el Estado; por el otro, permitió la puesta en valor del lactosuero, un descarte de la industria láctea, que no se aprovechaba y que para colmo era súper contaminante.
-Un círculo virtuoso…
-Tal cual. Permite entrever lo que sucede cuando se organizan redes entre distintos sectores. De hecho, la circularidad del proceso en Yogurito me hizo acercarme, en 2014, a las ideas de bioeconomía. Y quedé entusiasmada, porque para el doctorado realicé un relevamiento de las capacidades existentes a nivel nacional.
–¿Capacidades existentes?
-Sí, hice un mapeo de proyectos biotecnológicos vigentes entre 2007 y 2017, orientados a resolver problemáticas sociales y ambientales. De miles que revisé, seleccioné 66 casos que de manera explícita se proponían cumplir con el objetivo de desarrollo inclusivo y sustentable. Ahí pude comprobar, por ejemplo, que en más del 40 por ciento de las experiencias, sus responsables no se habían contactado con los usuarios antes de empezar el desarrollo. La mayoría quedó como prototipo sin implementación, o bien, con implementación a muy baja escala; con lo cual, solo siete consiguieron satisfacer, al menos de modo relativo, sus aspiraciones iniciales.
–Es decir que hay buenas intenciones pero cuesta llevarlas a la práctica…
-Exacto. Son muchos los factores: evidentemente falla la evaluación que realiza el sistema científico, así como también hay problemas con la concepción de los desarrollos. Persiste el modelo lineal de innovación, en que el usuario se configura como un eslabón que aparece al final del proceso y no está desde el principio. Hay una concepción muy técnica (biotecnológica) de los proyectos, pero una escasa percepción acerca de que la implementación (es decir que, efectivamente, un usuario la aproveche) requiere de un montón de otras experticias y competencias ajenas al campo científico. Por este motivo, la insistencia en que las relaciones entre los diferentes actores se produzcan al comienzo y no al final del trabajo.
–¿El Yogurito no siguió el modelo lineal?
-Comenzó como un desarrollo lineal en 2003, pero en 2007 ganó complejidad cuando las investigadoras a cargo se propusieron resolver un problema real de desnutrición. En ese momento, debieron salir del laboratorio e interactuar con personas que pertenecían a múltiples sectores: los que saben de producción, los que saben logística y distribución, los que saben de sabor para calibrar un producto que les guste a los chicos.
–El Yogurito es un ejemplo de esos proyectos que parten del laboratorio y llegan a buen puerto. ¿Otro?
-Otro de los casos es el del Acuario del Río Paraná, un centro científico, tecnológico y educativo, que tuvo el apoyo del gobierno provincial de Santa Fe y el Municipal de Rosario. Articula capacidades biotecnológicas muy fuertes de la Universidad Nacional de Rosario, con servicios al sector productivo (realizan tareas de genética y filiación de peces). Es realmente un espacio maravilloso, el primer acuario de agua dulce en la región, que exhibe toda la biodiversidad del lugar y cuyo lema es concreto: “No podemos preservar aquello que no se conoce”. Bajo esa premisa, armaron un sistema de residencias para visitas guiadas y de comunicación pública de la ciencia, con el objetivo de educar la mirada.
–Aquí también participaron diversos actores.
-Científicos, decisores de políticas públicas, comunicadores, miembros del sector productivo; además de los ingenieros, arquitectos y diseñadores que participaron de la edificación del Acuario. A partir de esta plataforma, surgieron muchísimos proyectos de investigación asociados a la vida en el río.
–Es sorprendente cómo se enriquece todo cuando la ciencia se relaciona con otros grupos sociales, que aportan sus conocimientos…
-Es alucinante. Hay muchísimas líneas: la recuperación de la cáscara del langostino para la producción de compuestos de interés industrial y cosmética. Todos los ejemplos virtuosos siguen más o menos los mismos patrones. Se reutilizan recursos y, en paralelo, se evita la contaminación. Lo sustentable y lo inclusivo atraviesan cada uno de estos casos, los potencian, los enriquecen y los complejizan.