Carlos Castro: “El objetivo es alumbrar aquellos espacios en los que creíamos que no era posible la luz”

El docente de la UNQ reflexiona sobre el modo que se producen los documentales, la subjetividad del realizador audiovisual y las culturas populares.

Carlos Castro es docente de la Escuela Universitaria de Artes de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y se destaca como realizador audiovisual. Ha participado en documentales como “Abierto por quiebra”, “Jauretche en pantalones cortos”, “Alta Cumbia”, “Regreso a Coronel Vallejos”; así como también ha dirigido y producido diversos programas en Argentina y América Latina para TV Pública, Canal Encuentro y Telesur. La lista de sus trabajos es extensa y cualquier lector en la sala puede consultar, si así lo desea, el buscador de la g mayúscula coloreada en rojo, azul, amarillo y verde.
 
Sin embargo, lo que no les dirá Google es que Castro intenta domar una curiosidad que se escurre y lo desborda por todos lados. Con cierto desparpajo controlado, su voz se enciende desde el estómago y su garganta se articula como canal privilegiado para vomitar todo lo que piensa, sin dique de contención. De hecho, parece no haber mediadores entre lo que dice y su mente radiactiva. “No incluyas las groserías que digo, por favor. Parece que soy un maleducado cuando no lo soy, pero es que hablo así”, pone primera y arranca el diálogo. Desde La Ciencia por otros medios respetamos su pedido, entre otras cosas, porque más allá de las formas, el contenido es riquísimo. Pasen y lean, pónganse cómodos, la película de lunes por la tarde acaba de comenzar.
 
¿Qué tienen de especial los documentales?
No lo sé. Simplemente me gustan, supe desde muy joven que quería hacerlos. Es lo que amo, lo que me hace sentir cómodo. Además, brindan un abanico de posibilidades narrativas y estéticas más rico que la ficción y a un costo más bajo. El problema es que, muchas veces, el propio concepto que se tiene de documental es complicado.
 
¿Por qué?
Porque documental viene de documentos y ello le confiere una mochila, un peso. Todo el mundo cree que un documento conlleva una verdad. Es una carga muy grande y además es injusta: la mayor conquista del documental durante el último medio siglo es la presencia indiscutible de la subjetividad del realizador audiovisual. El punto de vista de quien lo elabora y su manera de concebir el mundo lo obligan a tomar postura. La máquina que inventaron los hermanos Lumière (Auguste y Louis) que hoy, un poco más sofisticada, todos llevamos en nuestros bolsillos, esa máquina de la que te hablo es mecánica. No hace nada por sí sola, la subjetividad la imprime el ser humano que la posee y la manipula.
 
Te referís, por ejemplo, a construir un plano. Todo se relaciona con el enfoque personal del individuo que lo realiza…
Por supuesto, en cada movimiento hay subjetividad. Por suerte, en el campo más amplio de los medios de comunicación, durante los últimos años se ha puesto en discusión el tema de la objetividad. Es imposible ser objetivo porque incluso el medio más artesanal está interpelado por los intereses que representa. La postura del realizador es uno de los valores más imprescindibles que tiene cualquier producto audiovisual. Me refiero a los documentales, pero también a las ficciones, a películas.
 
¿Y cómo se exhibe esa subjetividad en tus trabajos?
Se exhibe de forma natural. Es un punto de vista que nunca escondo y que no intento mentir. Uno de los principales problemas que hoy tiene la realización documental en Argentina, además de la cuestión económica, es pensar en cómo esa historia que nos atrapó, que nos motivó, que nos llenó de pasión y que nos instó a investigar, puede trasladarse a un proyecto cinematográfico. Ese sigue siendo el nudo principal del campo: construir registros acordes, herramientas narrativas que respondan a las inquietudes. Saber que más allá de la novedad y de lo original que uno pueda ser, siempre se vuelve a la Poética de Aristóteles. Los griegos tenían tiempo libre, es cierto, pero lo aprovechaban para pensar.
 
Y estaban bastante entrenados en el ejercicio de pensar… Es cierto, todavía se respeta esa estructura milenaria en relación al conflicto y a la distribución de los personajes en un tiempo y en un espacio. ¿Cuál es el objetivo del cine documental?
-El horizonte no es cortar millones de tickets; de hecho, si se piensa así estamos pifiando. En realidad es llegar al público al que nos proponíamos llegar, lograr alumbrar aquellos espacios en los que creíamos que no era posible la luz. No me refiero a hacer periodismo de investigación sino a ensayar una perspectiva que vaya mucho más allá del sentido común clásico que imprimen los medios masivos y las redes sociales. En Argentina, durante los últimos 15 años y gracias al fomento público, se logró un cine documental con una gran excelencia técnica-realizativa, con diversidad de temas, estilos y registros.
 
Ya que mencionás la diversidad de temas que pueden cubrirse, ¿cómo elegís las temáticas que vas a narrar?
El documental es como el crimen: no paga. Ningún documentalista se hace millonario, ni siquiera (Werner) Herzog, ni (Michael) Moore. Entonces, si siempre hay poco dinero, la motivación se vuelve el motor central de un producto audiovisual documental porque, además, generará las condiciones para que lo termines. Hay documentales que se demoran muchos años, por eso el amor y la calentura por el proyecto es fundamental. En el último tiempo, en sentido amplio, puse el ojo en las culturas populares.
 
“Alta cumbia” es una de mis preferidas. Es una mezcla de ficción y documental. ¿Cómo surgió?
Surgió a partir del proyecto de mi amigo, el director Cristian Jure. Desde hacía tiempo nos venía dando vueltas en la cabeza una tesis vinculada con Gran Bretaña, la música y la crisis. El ejemplo paradigmático es el punk rock que había emergido en los 70’s como resultado de un conflicto muy importante en el mundo industrial, la desocupación y la marginación; a partir del conservadurismo político y el neoliberalismo a ultranza de Margaret Thatcher y compañía. En Argentina, advertíamos que la cumbia villera había sido el único género que había logrado expresar lo que luego vendría con la hecatombe de 2001.
 
¿Y cómo fue meterse en ese mundo de la cumbia villera?
Eran los rotitos de la cumbia, un subgénero. Ni bien ingresamos a ese universo descubrimos que en su mayoría eran pibes de barrios populares y villas, muy pero muy conscientes de su condición plebeya. Ya no utilizaban los zapatos de Ricky Maravilla, ni los trajes de los grupos de cumbia santafesina; se vestían más lumpen, con similitudes a los pibes del hip hop. Ellos cantaban en un momento de profunda recesión, deflación, monedas y bonos por todos lados, alto desempleo y una enorme dependencia de los países centrales. Su emergencia coincide con el fin del menemismo y luego del delaruismo. Justo ahí aparecen estos muchachos que ya no se preocupan por hablar tanto de amor, sino de las situaciones cotidianas.
 
El barrio, enfrentamientos con la policía, consumo de drogas, delincuencia…
Es que el trabajo y la educación como ordenadores sociales dejaron de existir con el cambio de siglo. Esa canción de Mala Fama lo pinta tal cual: “En el barrio me hacen causa / Porque baten que no soy / Estudioso buena fama y menos trabajador /”. Además de las letras es muy interesante estudiar las condiciones materiales de su surgimiento. 
 
¿Cómo surgen?
Eran tiempos de creciente importación, de manera que con algunos mangos accedieron a instrumentos que antes eran imposibles de comprar. Bastaba con alguna compu que se la banque y con algún micrófono que zafe para explotar una de esas grietas que dejaba el neoliberalismo y conformar un grupo, quizás, como medio de subsistencia. Todo potenciado por la incipiente digitalización de la imagen y del sonido que ya asomaba. Todavía no existía la red, entonces, eran escuchados a través de CDs truchos que se vendían de una manera fabulosa en ferias y comercios.
 
¿La cumbia villera es música de protesta?
Podemos discutirlo. Pasa que estamos acostumbrados al consumo de otra música de protesta, sentados en un bar mientras tomamos algo. Con la cumbia hay que bailar, no te queda otra. Si no bailás no es cumbia.
 
Al comienzo de la entrevista hablabas de una subjetividad en la realización, ¿cómo se expresó tu punto de vista y, sobre todo, la del director, para producir sentido sobre un campo como la cumbia villera que a priori no conocían demasiado?
Está buena la aclaración que hacés porque yo fui productor, el que consigue el producto, no el que dirige. Pero es verdad, participé de las entrevistas y de todo el proceso. Cuando fuimos a Magenta (compañía discográfica) a contarles lo que queríamos hacer, los muchachos nos dijeron: “¿Pero ustedes saben dónde se están metiendo? ¿Conocen algo de este mundo? Ustedes no tienen la menor idea de nada”.
 
¿Y qué le dijeron?
Nada, porque un poco de razón tenía. La película rescata un subgénero, la cumbia villera, que estaba siendo despreciada dentro del propio campo de la cumbia. A los músicos les gustó porque en ningún momento nos paramos desde nuestra posición de clase o identidad cultural hacia ellos. Ofrece una perspectiva de la cumbia villera desde su surgimiento, sus historias y sus alcances. Ellos simplemente cuentan lo que les pasa en el lugar donde les pasan las cosas: la villa, su villa. Por nuestra cuenta, quisimos mostrar una versión muy amplia del género sin pretensiones eruditas ni benevolentes. Los pobres no van al cine.
 
Entonces, ¿para quiénes la hicieron?
No van al cine porque las historias que usualmente se venden no los interpelan. La televisión tampoco, porque también trabaja para los sectores medios. Nosotros éramos muy conscientes de eso cuando rodábamos la película, el asunto es que teníamos una necesidad muy fuerte de contar lo que pasaba. De hecho, esa pregunta que hacés nosotros la exponemos como problema en la película. Más allá de todo, la estrenamos en Villa Lugano; recuerdo que llevamos la pantalla y se juntó muchísima gente. Fue alucinante, se miraban ellos, por primera vez fueron protagonistas y dejaron de ser hablados por alguien más. Fue como estar en el (Festival de) Cannes para nosotros. El mundo cinematográfico está muy alejado de los sectores populares.
 
¿Qué aprendiste?
Que son muy problemáticas las películas musicales. 29 temas incluimos, una locura. Pero fue una experiencia hermosa sobre todo porque musicalmente son brillantes. Hay bandas como Guachin o como Damas gratis que son excelentes. Hernán de Mala Fama es el (Charles) Bukowski del conurbano, ni hablar de lo que hace Pablo Lezcano. Está lejos de ser un gran cantante, pero es un artista increíble. Produce letras, temas, bandas, eventos, es un animal.
 
¿Qué es lo próximo que vas a hacer?
Estoy cerrando una película sobre Iron Mountain que tiene apoyo de la UNQ y que me tocó hacer el guion. La voz de la narradora la aporta Cecilia Roth. Después estoy por terminar un documental de Malvinas y por empezar a grabar uno que tiene que ver con la historia de la militancia universitaria en La Plata. Preparo una serie de Manuel Puig en base a una película que estrenamos en 2018.
 
¿Cómo hacés para trabajar en tantas cosas al mismo tiempo?
Qué se yo. Pero esperá, dejame decirte algo.
 
¿Qué?
¡Puig hubiese sido un gran adorador de la cumbia! Por ejemplo, se hubiera fascinado con Gilda y hubiera entendido muy bien los códigos.
 
¿Y Arlt?
A Arlt, como era más arrabalero, le hubiera gustado más Mala Fama. Seguro… ahora que lo pienso Arlt hubiera sido malafamero.

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