“La misión de las universidades es transformar a las personas y la nuestra lo hace muy bien”
Codner es una especie en extinción, la figurita difícil, el jugador codiciado por todos los rectores si existiera un libro de pases en el mercado universitario. ¿Por qué? Porque desde hace tiempo se ha convertido en referente nacional en materia de innovación y transferencia tecnológica. “Innovación y transferencia”: eso que todo el mundo científico sabe que se debe hacer pero nadie conoce bien cómo hacerlo. Es físico y magíster en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología (UBA), desde hace 20 años ocupa distintos cargos de gestión en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y, actualmente, se desempeña como coordinador ejecutivo de la Red de Vinculación Tecnológica de las Universidades Nacionales (bajo la órbita del Consejo Interuniversitario Nacional). En esta oportunidad describe el concepto de “impacto social”; reflexiona sobre cómo se produce el delivery del conocimiento; narra las causas que condujeron a las instituciones de educación superior a preocuparse por la investigación; y, por último, explica por qué las patentes, aunque no son rentables, se tornan muy necesarias.
–¿De qué manera las investigaciones consiguen tener “impacto social”?
-Mi concepción del término está muy sesgada respecto de lo que entiendo como procesos de transferencia tecnológica. La Universidad es un espacio en el que las personas crean conocimientos, los intercambian y, luego, buscan modificar algún aspecto del mundo en el que vivimos. Sin embargo, el impacto social no solo se refleja en las tecnologías. Sin ir muy lejos, el propio hecho de asistir a una institución pública de educación superior, de caminar los pasillos, ir a las clases y pensar junto a los compañeros y profesores, ya configura un fenómeno transformador para los individuos y, por lo tanto, para la sociedad. En este sentido, no deberían preocuparnos tanto las tasas de graduación sino que es mucho más importante conocer la cantidad de gente que pasa buena parte de su vida en espacios de reflexión como estos. Claro que estos números no le interesan a nadie.
-De modo que la función de las universidades no es solo certificar y otorgar títulos…
-La misión de las universidades es transformar a las personas y la nuestra lo hace muy bien. El mundo académico, por otra parte, posee reglas que se comparten mundialmente y que regulan la producción general del conocimiento, así como también las aplicaciones que de ella derivan. Para desplegar esta idea necesito aburrirte un poco con historia.
-Adelante, estoy dispuesto.
-A principios del siglo XX, la investigación se institucionalizó en las universidades (en Argentina, la primera que lo hizo fue la UNLP) y se crearon institutos y centros. Con lo cual, dejaron de concebirse solo como espacios de formación de las elites (que ocupaban los cargos políticos más importantes y debían “guiar a los pueblos”) para pensarse como escenarios óptimos para generar ciencia y tecnología. Así, con el tiempo, se produjo de manera automática el vínculo entre los docentes que hacían investigación y las industrias del territorio en que las universidades estaban asentadas. Había libertad, cada quien hacía lo que creía conveniente: el mandato del laissez faire dominaba el pulso. En 1920, por ejemplo, el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) habilitó a sus investigadores a destinar un 20% de su tiempo para realizar consultorías.
-Es decir que no había planificación por parte de las universidades.
-Correcto. Lo mismo sucedía a nivel general hasta que a mediados del siglo XX, con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial, los países creyeron que debían tener políticas para planificar la ciencia y la tecnología de sus Estados. El Proyecto Manhattan (responsable del diseño de las bombas nucleares) es una muestra de ello. La OEA y la UNESCO trasladaron hacia el resto del globo el interés de los poderosos en promover las actividades de investigación y en Argentina se crearon institutos tecnológicos como la CONEA, el INTA y el INTI. Con los nuevos artefactos gubernamentales también emergieron burocracias administrativas y ejecutivas, es decir, se capacitaron equipos de personas para que supieran cómo gestionar la política científica-tecnológica.
-¿Y cómo funcionó? ¿Mejoró el vínculo de las universidades con la sociedad?
-No, por lo menos no al principio. Como sucede con cualquier burocracia, sobre todo en aquella época, dilataba muchísimo el proceso de toma de decisiones. Recién a principios de los 90 se produjo el punto de inflexión: EEUU sancionó una ley que habilitaba a las universidades a tener derechos de propiedad sobre los resultados de los investigadores. La norma ordenó el ecosistema, ya que hasta ese momento mucho de lo que ocurría permanecía en un limbo. Así, la Universidad de Stanford se transformó en la cuna de la biotecnología y rápidamente se posicionó a la vanguardia en materia de producción de patentes. Tras EEUU, todas las naciones buscaron hacer lo mismo: estimular la transferencia tecnológica desde las universidades y, para ello, se crearon las oficinas con gestores, especie de mediadores, que pudieran desempeñarse en estas tareas.
-¿Qué ocurrió en el caso de la UNQ?
-Es una Universidad joven que se subió al tren de la transferencia tecnológica apenas arrancó. La genética de esta casa de estudios siempre fue acompañar las ideas que los investigadores trajeran, por ello, hacerlo desde aquí siempre fue relativamente fácil. O bien, al menos más sencillo que intentarlo en instituciones más grandes y tradicionales. Existen condiciones de cultura institucional que, desde su origen, favorecieron esta posibilidad. Lo que aun significa más: el interés en fortalecer el vínculo con la sociedad está en el propio estatuto. Nuestros investigadores nos colocan en un lugar de visibilidad internacional muy importante y, al mismo tiempo, se encuentran cobijados por una institución que promueve y hace todo lo que tiene al alcance para facilitar su buen desempeño. Incluso en momentos de crisis como este.
-Por último, ¿qué hay de las patentes?
-Para las universidades realizar patentamientos no es negocio, la ecuación nunca da positiva. Sin embargo, nos otorgan prestigio, nos muestran como una institución que puede producir beneficios para la industria y para el desarrollo socioeconómico general del país. También, por otra parte, nos permiten aparecer en radares que de cualquier otro modo no apareceríamos: tener patentes nos vuelve más competitivos al momento de capturar recursos, sirve para obtener jugosos subsidios y, con más esfuerzo, crear nuestras propias empresas de base-tecnológica. Así es como se renueva el círculo, los equipos de investigación se vuelven más competitivos y sus aspiraciones engordan. Como resultado, la Universidad se robustece y su poder de transformación social crece.