Día Mundial de la Protección de la Naturaleza: una alternativa con los pies en el suelo
Por Luciano Gabbarini, docente investigador de la UNQ.
Existen muchas definiciones de naturaleza. En su mayoría refieren al conjunto de elementos que existen, se producen o se modifican en el mundo, sin intervención de los seres humanos. Sin embargo -y siendo realistas-, en la actualidad quedan muy pocos rincones del planeta donde las personas no hayan intervenido, por consiguiente la naturaleza corre un riesgo importante. ¿Cuáles son los peligros a los que está expuesta? Muchos: desde la extinción de especies vegetales, animales, insectos y microorganismos -todos esenciales para que sus ecosistemas funcionen correctamente-, hasta la generación de gases que favorecen el efecto invernadero y el cambio climático. Si bien en el medio hay muchas cuestiones más, sobre estas dos centraremos nuestra atención.
Conscientes de los peligros que corre la naturaleza, múltiples organizaciones han dado la voz de alerta y, en consecuencia, se estableció el 18 de octubre como el día mundial de la protección de la naturaleza. Si repasamos un poco la historia de la humanidad, podemos advertir que el hombre primitivo vivía de los recursos naturales -cazando animales salvajes (no domesticados) y recolectando frutos que encontraba- sin alterar demasiado el ambiente que lo rodeaba y en total armonía. Sin embargo, se estima que hace unos 10.000 años, de manera muy gradual, el humano comenzó a sembrar sus propios cultivos, dando origen a la agricultura.
El ciclo propio de los cultivos y la necesidad de agua dulce, buenas lluvias y suelos fértiles obligaron al hombre a hacerse sedentario. La población mundial creció sostenidamente y hoy la agricultura representa el 70% de las extracciones de agua dulce, lo que equivale solo al 2,5% de toda el agua del planeta. El suelo es también un recurso igual de importante y se estima que el 95% de nuestros alimentos se cultivan allí. Sin embargo, un tercio de toda la superficie de la Tierra está degradada.
Así, la necesidad de alimentos, combustibles y materiales para una población mundial tan elevada propició una producción intensiva que contó con un gran desarrollo en base a maquinaria especializada; semillas seleccionadas y mejoradas genéticamente con ventajas adaptativas; e insumos agronómicos, tanto para controlar malezas y plagas como para suplir de manera rápida los nutrientes que se llevaron los cultivos previos (fertilizantes sintéticos). Es evidente que este tipo de producción hizo que los suelos más frágiles se hayan degradado, erosionado y contaminado hasta tal punto que llevará mucho tiempo revertir su estado.
En adición a estos problemas, la presión por aumentar la producción también generó la expansión de la agricultura buscando nuevos suelos. Si a esto se suman las leyes laxas de muchas regiones, obtenemos como resultado la deforestación de grandes superficies de bosques y montes naturales. Este cambio en los ecosistemas es muy preocupante por el efecto que pueda tener en la pérdida de especies de organismos del suelo y en el cambio climático.
¿Cómo se vincula esto? Los bosques almacenan una gran cantidad de moléculas en las que el carbono es parte fundamental. Esta materia orgánica es sintetizada por las plantas a partir del dióxido de carbono que toman del aire. Ese carbono, que se fija en casi todas las plantas, se descompone cuando la planta muere y, así, vuelve a la atmósfera. Con lo cual la captura de carbono es considerada una medida clave de mitigación frente al desborde de las emisiones mundiales de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, los principales causantes del calentamiento global. Por esta razón, cada vez más organismos alertan acerca de los peligros de la deforestación y el desmonte.
Pero no todo es motivo de preocupación. Recientemente comenzaron a registrarse algunos cambios positivos que nos dan esperanza. Por ejemplo, hasta hace poco tiempo las investigaciones científicas se enfocaban en la planta como modelo productivo, mientras que la superficie era considerada solo un soporte para que se desarrollaran los cultivos. Hoy existe una corriente holística que busca entender cómo funciona el suelo a nivel biológico, físico y y químico para promover prácticas agronómicas que afecten en la menor medida posible su salud.
Este cambio de foco es fundamental, ya que los suelos albergan una cuarta parte de la biodiversidad de nuestro planeta y constituyen uno de los ecosistemas más complejos de la naturaleza. En ellos hay una infinidad de organismos que interactúan y contribuyen a los ciclos globales que hacen posible la vida. Para darnos una idea: un suelo sano puede contener animales vertebrados, lombrices, nematodes, decenas de especies de ácaros, cientos de especies de insectos y de hongos, así como también miles de especies de bacterias.
Es importante que todos esos habitantes naturales se encuentren en armonía, ya que son los responsables de mantener su estructura física, regular los procesos hidrológicos, reciclar los nutrientes, descomponer la materia orgánica, eliminar plagas, parásitos y enfermedades, ser fuente de alimento y medicinas y controlar el crecimiento vegetal. Por todo esto, necesitamos encontrar una manera de utilizar este precioso recurso de manera eficiente y sostenible, para poder continuar alimentando a una población mundial en constante crecimiento. En este sentido, sistemas agrícolas como la agroecología, la agrosilvicultura y la labranza cero pueden aumentar de manera sostenible la productividad protegiendo la naturaleza.
Texto: Luciano Gabbarini, docente de Bioquímica en la carrera de Biotecnología, investigador del Conicet y miembro del Laboratorio de Biología de Suelos (UNQ)
Producción: Programa de Comunicación Pública de la Ciencia “La ciencia por otros medios”.