“La música no es un lenguaje universal sino situado”
Marchas que se vuelven tangos, cumbias que se convierten en piezas de punk rock, canciones políticas que terminan en los estadios y piezas de folclore hechas remixes. Las músicas se modifican con los contextos, los clásicos pasan de moda y las nuevas versiones obtienen mejor reputación que las originales. De manera reciente, Martín Liut –doctor de Ciencias Sociales y Humanas por la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y en Música, Historia y Sociedad (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París)– publicó “Las mil y una vidas de las canciones”, libro que compiló junto al colega Abel Gilbert y que surge como resultado de una experiencia colectiva protagonizada por docentes, graduados y estudiantes del área de música de la Universidad. Un grupo que confluyó en el proyecto “Territorios de la Música Argentina Contemporánea” (TeMAC) con el propósito de investigar la producción musical del país desde un marco amplio y transdisciplinario.
Aquí nos invita a conocer un abordaje del arte que recupera el contexto y la experiencia; una perspectiva epistemológica que desplaza el foco de atención desde el creador hacia el público. De la misma manera que los textos se completan con la lectura, las músicas hacen lo propio con las escuchas. Veamos de qué se trata.
-Existe una premisa que, como toda premisa, aparenta ser superficial pero no lo es tanto. Usted dice que las canciones cambian con el tiempo. ¿A qué se refiere?
-Tiene que ver con lo que pasa en el campo de la música y los estudios musicológicos en los últimos treinta años. Las carreras que se dictan son de tipo “profesionalista”, es decir, los alumnos aprenden a componer y a reflexionar de manera crítica acerca del campo. Sin embargo, desde el proyecto, hemos advertido que algo faltaba y ese algo, claramente, era poner la lupa sobre el receptor. El sujeto que escucha, cómo usa y consume. En definitiva, nos salteábamos la experiencia.
-Desde aquí, la música se define como un hecho social…
-Correcto. De hecho, el abordaje que adoptamos es mucho más complejo y rico. Si uno revisa cómo está compuesto nuestro proyecto de investigación advierte que existen profesionales de las más diversas disciplinas. Somos quince músicos (estudiantes, graduados, becarios, investigadores) que hemos realizado recorridos distintos, ya sea por la comunicación, la historia, la antropología, la filosofía, o bien por la sociología. Para resumirlo, si bien en el pasado el eje estaba en el estudio de la partitura, en la actualidad el abanico se abre e ingresa la exploración de la escucha.
-En el libro que acaba de publicar también alude al concepto de música como “texto”. Ya que lo menciona, esto es bien antropológico.
-Sí, sobre todo, es un término con contenido político. Tiene que ver con la idea de la música como textualidad en sentido amplio. El objetivo, en cualquier caso, es comprender que las canciones desbordan el sentido que en un principio quisieron otorgarle sus creadores. En verdad, tienen vidas propias, precisamente, por las relaciones que establecen con las sociedades en contextos muy puntuales. Debemos reponer el conflicto en la superficie, la música no es un lenguaje universal sino situado. Sin ir más lejos, actualmente trabajo en el Día del Músico Nacional; por ley resulta que coincide con la fecha de nacimiento de Luis Spinetta (23 de enero) y ello despertó la crítica de los folcloristas a los que no les gustaba que fuera un rockero el emblema que identificase a la cultura musical del país.
-Aunque también hay que decirlo: el flaco se merece todo. ¿Qué es lo que hace que ciertas músicas sean susceptibles de un consumo cultural y no de otro? En concreto, ¿por qué algunas se convierten en canciones de cancha y otras se vuelven clásicos inmortales?
-Los géneros musicales se inscriben en contextos particulares. La condición es que alcancen la masividad para, luego, estar disponibles para usos diversos. En el primer capítulo del libro, por ejemplo, trabajamos con Aurora que, al tiempo, ganó popularidad y comenzó a ser entonada en los colegios. Sin embargo, poca gente sabe que fue creada en 1908 para la inauguración del Teatro Colón. Fue la segunda opera que se cantó luego de Aida de Giuseppe Verdi y, en efecto, se buscaba llegar al centenario de la patria con una canción que tuviera un fuerte arraigo nacional. Como si fuera poco, en aquel momento la coincidencia también fue tecnológica y, ya que existió la oportunidad, se grabó como un single porque había funcionado muy bien en el público. Cambalache, por su parte, arrancó siendo un tango pero la canta desde Hermética, pasando por Caetano Veloso y “Nacha” Guevara, hasta llegar a Julio Iglesias. Los éxitos de Gilda representan el auge de un género que tiene la virtud de perforar las capas sociales, entonces, a partir de allí tenemos una cumbia que conecta a los sectores subalternos con la clase media.
-¿Por qué algunas versiones son mejores que el original? ¿Pierden el aura?
-En realidad, lo que creo que ocurre es que las versiones nos parecen mejores porque conectan con nuestros presentes. Cuando uno viaja hacia el pasado pierde ese contexto; de este modo, aunque pretenda recrear la experiencia de escucha nunca puede repetirse. Nos sorprendería mucho escuchar la versión original del himno nacional, la obra más conocida de nuestro país, por su estilo preclásico, típico de principios del siglo XIX. En los 90 fue reversionado por Charly García, que le otorgó un aire nuevo porque logró una reconexión con sentidos más afines para el público.
-En este marco, ¿dónde queda la pregunta por el gusto? ¿Solo nos queda relativizar y decir que a cada uno le gusta lo que le place?
-No hay géneros peores o mejores, cada cual tendrá sus públicos y forman parte de la dinámica social. Hay disputas, hegemonías, luchas y subalternidades. El gusto, por lo tanto, forma parte y atraviesa estos conflictos. La etnomusicología, un espacio disciplinario afín a la antropología, nos permite entender que no hay mejor música que otra sino que son las culturas las que le asignan sus sentidos específicos. En general, los que investigamos en este campo nos proponemos explorar aquello que nos parece atractivo, pero también está siempre latente el desafío de abordar objetos incómodos.
-La Universidad cumple 30 años, ¿qué futuro le espera a la institución y a su campo de estudios? Seamos optimistas, que para eso estamos.
-La Universidad nos enseña que, aunque los contextos puedan ser malos, es central poder pensar a largo plazo; es decir, que su camino propio participa pero también excede a la coyuntura político-económica. Hay muchos casilleros que hoy vemos vacíos pero, sin dudas, a lo largo del tiempo los iremos llenando. Sería muy lindo contar con una mayor diversidad de carreras y tener más vinculación con el territorio. En nuestro caso, formamos parte de la Escuela Universitaria de Artes, la primera unidad académica de este tipo. Mi sueño es que se convierta en un departamento y que, al mismo tiempo, se creen otras escuelas. Hacia allá vamos.